Abrí los ojos y pegué un salto. Me tiré de la cama y me fui al baño corriendo. A la vuelta miré el reloj, pensando que llegaba tarde y que me había dormido. Marcaban las 5:00h. Después de llamarme de todo y de sentirme frustrada por no aprovechar las poquitas horas de sueño de las que puedo disfrutar, volví a enfadarme conmigo misma. Me había ocurrido otra vez. Una vez más desde hace exactamente dos años.

Me metí de nuevo en la cama y sin llegar a dormirme me quedé con el gusto del duermevela, dando vueltas a circunstancias y situaciones. Como dice mi madre “vamos a arreglar el mundo un ratín”. Me puse la música, pretendiendo distraerme y evitando pensar (sí, aunque parezca mentira en algunas ocasiones lo intento…). Sonaron un puñado de alegrías, esas melodías que te cargan las pilas y hacen que aun estando metida en la cama intentes bailar, aunque sólo sea moviendo los pies y las manos, haciendo que cantas (porque no me voy a poner a grito pelado a esas horas, si así fuera muchos entenderían la lluvia de esta mañana). En ese momento en el que te encuentras totalmente motivada y decides que hoy va a ser diferente, que hoy va a ser un gran día, que hoy va a ser tu día… Suena el despertador. En ese momento sentí como si me arrancaran las uñas de los pies y me echaran sal en las heridas. El estómago se me hace una bola imposible de digerir, que no tengo claro cómo llegó hasta ahí, pero tampoco como narices piensa salir… Con la pesadumbre sobre mis hombros (y sobre mis pies, y sobre mis manos, y sobre mis párpados…) me arrastro a la cocina cual zombie digna de película americana, con pretensión de hacerme un desayuno fiel a mi ánimo –o supuesto ánimo- infundado por mis reflexiones. Acaba por quedarse en un té sin azúcar apenas y una tostada de aceite. Sano y poco trabajoso para la falta de fuerza matutina. Sin apenas poder despegar los ojos, me subí en la moto camino al trabajo.

Un día de dimes y diretes, con sus momentazos intocables en los que los cables hacen un chispazo en el cerebro y las manos entran automáticamente en los bolsillos por no empezar a volar por la habitación a palma abierta. También, hay que decirlo, tenemos de esos otros momentos, en los que una sonrisa te arranca otra. Recién salida del trabajo y con la terea finiquitada, con ese saborcillo que se te queda después de una onza de chocolate, que tu boca saliva esperando más. Me voy sabiendo que estoy contenta con lo que hago –no nombremos para quién ni cómo, que estoy muy feliz así-. Y me fui a recoger mi última adquisición, después de tanto tiempo pelearla…

Entré por la puerta del concesionario sintiéndome invencible, sonriendo de oreja a oreja por la sensación de haber logrado una vez más mi meta y procedí a cogerla. Después de subirme en ella me entró un gusanillo por el estómago. Es mía –más correcto sería decir que del banco, pero mía-. El día nublado y lloroso, con el suelo resbaladizo y el tráfico a todo tren por las horas, se convirtió en un gran gustazo a disfrutar y decidí darme un largo paseo. Me metí en la autovía y la probé dándole gas. Música para mis oídos.

Sin haber acabado de disfrutar aún de ese momento, me descubro ya pensando en mi siguiente meta, la cual me estoy trabajando y que sé que pronto tendré más al alcance de mis teclas.

Ya os iré contando…

¡Besinos de chocolate!

-Antrilewis

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